Cuarenta años de soledad. Integración núm 71. Julio 2014
- Última actualización el Viernes, 01 Noviembre 2019 15:59
- Escrito por Silvia Barceló
- Visto: 1302
Silvia, socia 3572, tiene 40 años y es de Zaragoza. Desde hace dos años es usuaria de implante coclear. Pero en su vida no sólo se ha tenido que enfrentar a una sordera que los audífonos nunca supieron paliar, sino también a unos problemas de visión que hasta su primera juventud no le diagnosticaron. A continuación nos relata ella misma esa lucha en un mundo al que se ha enfrentado constantemente.
Blog: Visto y Oído (pero poco). Sibila de Pizán
El título resulta muy dramático, pero quizá es el que mejor define mi experiencia vital y mi lucha contra los oscuros fantasmas de la sordoceguera. Soledad, porque costó mucho identificarlos en su verdadera dimensión y porque, salvo el apoyo de mi familia más cercana, ha sido una larga y difícil batalla en un entorno de dificultades e incomprensión. Lo siento, pero es así. Me llamo Silvia Barceló y ésta es mi historia.
De niña sufrí un problema neurológico que a los expertos, dada la pronta y razonable recuperación de otras esferas, hizo sospechar la existencia de una deficiencia auditiva. La singularidad del grado de percepción mostrado por las audiometrías (suficiente para la comprensión del habla) y la incapacidad manifiesta de lograrlo, me hizo rondar de consulta en consulta por numerosos gabinetes en los que no hallaba ningún tipo de solución. Alguno, muy prestigioso, metió la pata hasta el cuello asegurando que no existía ningún tipo de problema. En fin, el caso es que llevé audífonos durante varios períodos sin apenas resultados hasta que, ya en tiempos del instituto, decidí prescindir de ellos.
Pero antes de seguir, vayamos con el sistema educativo. Nací en 1973, así que ya puede suponerse el deficiente grado de atención sobre estos particularismos. A los primeros y lógicos problemas de escolarización, no hubo otra alternativa que matricularme en un colegio de educación especial en el que, ni por mis capacidades ni por las características de lo que entonces se suponía mi único problema (la sordera) encajé en ningún momento. Lo sentía entonces y lo identifiqué plenamente ya en la juventud y madurez.
Lógicamente, superé sin problemas la enseñanza primaria, lo que me abrió las puertas del instituto. Por aquellos años se ensayaba el “bachillerato experimental”, anterior a una reforma educativa que se iba a abordar seguidamente. Las aulas con pocos alumnos y los profesores mayoritariamente concienciados con el nuevo método, parecían responder mejor a mis necesidades. La experiencia del instituto fue un cambio drástico. No existía de verdad concienciación ni solidaridad ante alguien con problemas auditivos. Me manejé lo mejor que pude, poniendo mucha voluntad y tesón. Asistía a las largas clases durante los cuatro años que duró el bachillerato y conseguí llegar a la selectividad, dejando a muchos atrás. Fue todo un reto poder ir a la Universidad.
Por aquellos años se descubrió que no solo era sordera lo que me aquejaba sino también una importante pérdida de visión. Pero no se le dio la importancia debida hasta que mucho tiempo después contacté con la ONCE de mi ciudad. Mi agradecimiento a Alicia Moreno y Carmen Maldonado, que me apoyaron y ayudaron a encajar la sordoceguera.
En la Universidad cursé la carrera de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza. Fueron cinco años de tremendo esfuerzo, asistiendo durante largas horas a clases presenciales obligatorias, sin poder entender las explicaciones ni detenerme en los apuntes de pizarra, que, o no veía, o percibía como una especie de jeroglíficos. A pesar de eso, a base de libros y con apuntes conseguidos entre compañeros, con verdadero esfuerzo (y muchas veces con evasivas), terminé en plazo razonablemente corto con muchos aprobados, varios notables, algún sobresaliente y una matrícula de honor.
A la salida, cabía pensar en un posible trabajo que fuera adecuado a mis limites sensoriales (una biblioteca, un archivo...), pero no surgió ni ha surgido hasta ahora nada de nada. Pese a todo estoy de alta desde hace un montón de años en el paro, como testimonio y denuncia de que la sociedad debería contar conmigo para algo.
Fue en ese momento cuando decidí solicitar el carné de discapacidad. No lo había hecho antes por prurito, para demostrar mi entereza y superación. El problema de la sordera persistía tal como he relatado. Una lastimosa anécdota se produjo cuando me dirigí por los mecanismos habituales a la Seguridad Social para que dictaminara su grado. Una otorrino (bastante desagradable, todo hay que decirlo) dudó una vez más a la vista de los resultados y me despidió con un breve informe sobre mi discapacidad auditiva y esta frase, que oyó mi padre que me acompañaba, y que se nos clavó a los dos como un aguijón; “Adiós Silvia, lo has ‘hecho’ muy bien”.
Un informe oftalmológico señalando el grado y las circunstancias de la pérdida de visión y otro neurológico con las secuelas de movimiento y equilibrio decantaron a los Servicios Sociales a otorgarme un alto grado de discapacidad.
Y hasta aquí habíamos llegado. ¿Qué hacer ahora? Las demandas de empleo solo se sustanciaban en llamadas rechazadas e imposible asistencia a cursos colectivos. La frustración se apoderó de mí. La tabla de salvación: mi tremenda curiosidad por el mundo que me rodea y la lectura. No lo he dicho antes, pero desde muy pequeña se forjó en mí una grandísima afición a los libros. He sido siempre muy disciplinada y mis padres me dijeron, desde edad muy temprana, que mi salvación estaba en los libros. Tenían razón.... Para mí, la literatura ha sido una verdadera tabla de salvación y ha forjado buena parte de mis conocimientos, aunque tengo grandes dificultades para expresarlos oralmente.
Fue por estos años cuando contacté con la Mesa de Implantes del Hospital Clínico de Zaragoza y comenzó un seguimiento y atención paralelos a los que, en los aspectos de la visión, me prestaba con gran interés el doctor Francisco Rabinal, del Hospital Miguel Servet.
Tengo que hacer constar con verdadera gratitud los nombres de Mariví Calvo, del colegio La Purísima, y de Rosa Escolán, del Centro Audioprotésico Aragón; y de los doctores Juan Royo y Héctor Vallés que en el transcurso de los últimos tiempos han seguido la evolución de mi problema auditivo con verdadera profesionalidad y delicadeza. Lo demás, es una historia tantas veces repetida por muchos afectados por problemas de audición. Cuando se consideró oportuno, ante un evidente y drástico deterioro, se planteó el implante coclear. Me puse en sus manos con plena confianza y no me han defraudado.
Después de varias pruebas y de pensarlo despacio tomé la decisión. La operación, en el oído derecho, fue hace un par de años. Todo salió bien, prácticamente no me enteré de nada. ¡Menudo vendaje!, y a los dos días a la calle.
Tras un mes de espera y cierto nerviosismo, como es habitual, me colocaron el procesador de audio. Empecé a notar (mecánicos al principio), ciertos sonidos y el habla del técnico y la logopeda que me estaban atendiendo. Luego, para probar, salí a la calle y la impresión fue gratificante, iba percibiendo nuevos y más claros sonidos. Ahora sigo en rehabilitación el tiempo que consideren necesario, con los pies en el suelo en lo que atañe a la inteligibilidad (ahí está la gran barrera), pero con mucha esperanza de lograr ‘cada día un poco más’, que para mí es mucho.
El implante no solo destapa el oído a nuevas percepciones. Abre también el alma a nuevas experiencias y ayuda a mirar las cosas con cierto optimismo, sintiéndote con amigos entre los profesionales que te atienden. A ellos, y a todos los que pueda ayudar a superarse abriendo mis vivencias, van dedicadas estas líneas.
Y si quieren saber algo más no duden en acceder al blog “Visto y oído... (pero poco)” que firma con frecuencia una amiga mía muy íntima, quizás la única, que se hace llamar “Sibila de Pizán”.
http://sibiladepizan.blogspot.com.es/
Un saludo a todos, Silvia.